Corrientes Peligrosas

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Recuerdo la primera vez que me acerqué y dejé que las ideas fluyeran por mi mente tal como la marea en la playa baña los pies. Se sentía un poco helado, removió despacio y irremediablemente la arena en la que hace tan sólo un segundo había estado tan firme y seguro. Así como viene la marea, esta se va. Se aleja dejándome deseoso de ir un poco más hondo.

Fue entonces cuando mi padre soltó mi mano y me dejó chapoteando junto a la orilla. Me advirtió que no avanzara muy rápido. Pero la voz de la experiencia no llegó a mis oídos ya que la marea tenía impregnados todos mis sentidos. Avancé, paso a paso, midiendo la fuerza de cada idea sintiendo como me tiraban más hacia adentro tal como olas en un mar de verano. Me encantaba. Era genial y no podía dejar de reír. Cogía una idea jugaba con ella y la dejaba ir esperando que llegará la siguiente. Sin darme cuenta entre juegos, la marea me fue reclamando y ya me había sumergido hasta la cintura. Al mirar atrás, vi a mi padre sonriendo a lo lejos en la orilla. Y no me percaté de aquella ola más grande de lo esperado, aquella que te pilla desprevenido y que te cambia la vida para siempre. Me impactó contra mí como un tsunami. Me revolcó, hacia todos lados, perdí el rumbo, jamás había pensado en algo semejante era completamente disparatado. Tragué agua como loco y poco a poco la misma ola me sacó hacia afuera donde estaba mi padre esperando. Me ayudó a levantarme, me puso en pie y me indicó el norte. Lo miré asustado y él se río con fuerza. Su risa me descolocó al principio pero no pude evitarlo y también reí y juntos empezamos a adentrarnos de nuevo en este nuevo mundo.

Tiempo después mis excursiones por la marea del pensamiento fueron cada vez más lejos, más profundas. Cada vez fluían más, se paseaban libremente por mi mente sin limitación alguna. Comencé a sentirme cómodo, a flotar en ellas tranquilamente. Me dejé llevar por la marea sin preocupaciones, aceptando cada una de las corrientes, disfrutándolas y luego dejándolas para coger una nueva.

Más de una vez una rompiente me pillaba desprevenido, tal como aquella primera vez, y me confundía con todas aquellas preguntas: ¿Quien? ¿Qué? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Mientras más al fondo más grande es el oleaje y siempre después de una ola grande vienen dos más: ¿Para qué? ¿Porque?

A veces aún intento buscar a mi padre de reojo pero ya no está ahí para indicarme el norte. Me dejé llevar por las corrientes y ahora ya estoy solo en un mar demasiado grande para mí.

Me sumerjo en las profundidades. Mientras me revuelco intento agarrarme a algún pensamiento, uno cualquiera. Intento equilibrarme, encontrar donde pisar firme de nuevo, o al menos utilizar uno como flotador. Pero estos se escurren entre mis manos y pies. Burbujas nublan mi visión ya no veo claro, y cuando el agua entra por mi boca ya no puedo pedir ayuda. Mientras más me hundo más fuerte son las corrientes. Me arrastran de un lado a otro. A veces mansamente y logro estacionarme un poco. Pero de inmediato me sorprende otra tanto más rápida y fuerte que me confunde enseguida, me desorienta. Ya necesito respirar, me desespero.

Veo como me acercó irremediablemente a un remolino. No hay nada que hacer. Y puedo ver cómo están ahí todas las ideas, dando vueltas muy rápido. Ya no puedo procesarlas, entran y salen. Ya ninguna tiene sentido, se mezclan demasiado rápido. Me desespero, ya no veo, no oigo, no puedo gritar, me cuesta respirar, me estoy ahogando lo sé y no puedo hacer nada para evitarlo. Todo está perdido. Como salir de la corriente, es tan fuerte. Me rindo, demasiadas preguntas sin respuestas. Esas pequeñas y peligrosas mareas: ¿Y si…? ¿Es que…? Me remueven. Me dejo arrastrar a las profundidades. El fondo se ve negro, quizás no haya nada y pueda descansar. Ya no hay salida.

Es en ese momento que recuerdo lo más importante. No tengo que buscar un flotador. Yo sé nadar. Mi cuerpo por inercia debería flotar. No debería pelear con la corrientes tan sólo son corrientes. Comienzo a sentir, volver a lo más básico. Dejo de pelear, me dejo llevar. Dejo de pensar. Sólo siento como me llevan, me reconozco. Me llevarán a la deriva. Dejo de pensar. Las olas me atacan furiosas, pero las dejo pasar, es tan sólo agua. Comienzo a agarrar confianza. Mi instinto, no mi mente me sugiere donde está el arriba y donde está abajo. Comienzo a escucharlo a dejarme guiar no por mi mente sino mi instinto primario, mis sentimientos. Sólo me queda nadar de vuelta. Las corrientes furiosas intentan detenerme, pero ya no lucho con ellas las dejo que me lleven un poco más lejos. Ya no les temo, alcanzo ya a divisar mi norte muy a lo lejos. Una nueva ola se acerca y me intenta volcar: ¿Y si fuese sólo un espejismo? Pero ya no importa, si lo fuese seguiré adelante, mi instinto no me mentirá me mantendrá vivo.

Al fin salgo de la zona de corrientes, floto ya más tranquilo. Llego a la orilla finalmente. Es donde me siento seguro, donde se que no pasará nada. Miro hacia la playa…

Vuelvo a mirar el mar y avanzo hacia él decidido. Creo que ya estoy listo para ir a cortar un par de olas…

Las bananas del Orangután

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Había una vez, un Orangután que buscando ser el dueño de la mayor cantidad de bananas del mundo. Entonces se compró un computador. Al principio todo iba bien, el computador lo ayudaba a hacer las cosas más rápido, le decía cuando tenía reuniones e incluso cuando descansar. Gracias a su nuevo amigo el Orangután comenzó a acumular muchísimas bananas, tenía arboles llenos de ellas. Tenía tantas que podía comer 15 diarias sin preocuparse, pero el computador no le daba tiempo libre ya. Le decía porque tan sólo 15 si trabajando un poco más podríamos tener 16 mañana y para la próxima semana 26 diarias.

El Orangután se imaginó nadando en bananas y se vio feliz. Que más podría pedir. Sería el Orangután más feliz del mundo. Así que le hizo caso al ordenador y siguió trabajando. Trabajó y trabajó rechazando las invitaciones de sus amigos a escuchar la música de la jungla, o las invitaciones a balancearse por las lianas. Incluso rechazó la invitación de la Mona que le ofreció comerse todos los piojos que el Orangután tenía en la cabeza y lo volvían loco. Pero nada lo levantaba de su computadora.

Llegó un momento en que tenía tantas bananas que los otros simios tenían que venir a pedirle. Y así el Orangután comenzó a pedirles favores a cambio de bananas. Le dijo a la mona que todos los lunes le sacará los piojos por 4 bananas.

Le dijo al Gibón y su banda de la jungla que tocarán una vez por semana para él y les daría 6 bananas a cada uno. Llamó a sus amigos el Chimpancé y el Gorila y les dijo que ya no podría jugar con ellos en las lianas pero que les daría 1 banana a cada uno si venían a contar sus aventuras de vez en cuando.

Pero el computador viendo las matemáticas y intrincadas leyes de la banana. Le dijo al Orangután que no podía regalar bananas así como así. Existían leyes invisibles que decían que era mejor dar menos para tener más.

Así que el orangután reunió a la Mona, al Chimpancé, al Gibón y al Gorila les dijo a todos que tendría que reducir la cantidad de bananas a 1 por semana. Cuando la Mona y el Gibón se fueron, les dijo al Chimpancé y al Gorila que no habría bananas para ellos, que sus historias valían media banana en total.

El Gorila tímidamente se ofreció a cuidar la arboleda bananera. Y así consiguió que le dieran una banana diaria. A fin de cuentas un Gorila tiene que comer se dijo.
Pero el Chimpancé por su parte se fue indignado y le dijo al Orangután que no comería bananas. Que prefería seguir jugando y que comería hojas y hierbas.

Cuando llego el fin de semana el Chimpancé les contó a sus amigos el Gorila, el Gibón y la Mona que lo había pasado muy bien en la selva saltando de rama en rama que había descubierto que si rompía los cocos había un jugo dentro muy rico y que las hojas de algunos árboles eran bastante buenas. La Mona, el Gorila y el Gibón se miraron y decidieron ir a jugar la próxima semana. Nadie invito al Orangután ya que este siempre estaba muy ocupado.

Tres semanas después el Orangután se dio cuenta de que estaba lleno de pulgas, que no había escuchado música hace mucho y que ya nadie se paseaba asustando animales para alejarlos de los arboles. Quería ir a buscar a sus amigos pero el computador le dijo que no valía la pena, que tecleara más rápido. Que no comiera más banana y todo saldría bien. Y eso hizo.

Pero pronto se enfermo, le faltaban bananas en la panza. Cuando estuvo en cama nadie vino a visitarlo. Nadie le traía medicinas. Y se sintió muy solo y muy triste.
Llamo al ordenador pero este lo único que le decía era cuantas bananas estaba perdiendo.

El Orangután que ya estaba débil decidió apagar el ordenador. Y lentamente se arrastró llorando a buscar una banana. Y luego con más fuerzas fue a buscar a sus amigos.

Les pidió disculpas a todos y les pidió si podía volver a jugar con ellos. Los otros simios se miraron sonriendo y le dijeron que sí.
Y pronto todos estaban bañándose en una piscina comiendo bananas, tomando leche de coco y balanceándose por las lianas escuchando la música de la jungla.

Las campanadas a media noche

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Cuando me bajan del vehículo mis ojos aún están vendados. Siento el frió subir por mis pies al tocar el camino asfaltado. El empujón que me dan por la espalda casi me bota. ¿Me soltaron? Oigo como se suben a la van, y no es hasta que ya no la escucho que me saco la venda de los ojos. Me pregunto si no será un nuevo experimento. Creí que jamás me dejarían salir de la clínica. El doctor Rushmorn no estaba de acuerdo con la decisión de la junta directiva. Él sabía... Él comprendía mejor que aquellos tontos. ¿O seré yo quien se equivoca?

Yo no quería que me suelten. Desde que me encerraron ellos ya no me hablaban. Quizás ya no me vuelvan a hablar. Pero muy en el fondo sé que sin los remedios volverán. Odio sus susurros por las noches. Necesito mi droga para dormir. Que voy a hacer sin mi droga para dormir. Pero a la junta no les importa... Después de todo nadie los escucha a parte de mí. A veces, creo que el doctor Rushmorn si me cree. Cada vez que me mira, veo ese terror en sus ojos. A que le teme, no es a él al que le hablan, al que le ordenan hacer esas cosas... No! No quiero, tengo miedo...

Mis ojos se acostumbran lentamente a la poca luz que hay. Reconozco este lugar. Malditos. Me trajeron de nuevo. Como siempre está nublado. Si al menos el cielo fuese gris me sentiría mejor. Pero las nubes acá son siempre negras es como si hubiese una tormenta lista para estallar. Todo está abandonado, debería haber permanecido abandonado por siempre. Y ellos lo saben. Nadie quiere vivir en esta zona. Yo menos que nadie. Escapar de nuevo. Ja! Suena simple. Me soltaron acá... Me quitaron mi droga y me soltaron acá, justo frente a mi antiguo edificio.

Una ráfaga de viento helado me quita de mi ensimismamiento. Y me doy cuenta que estoy casi desnudo, sólo tengo el fino pantalón de tela de la clínica. Siento el peso en mi cuello y no me atrevo a mirar. Sé que está ahí, colgando. Siento el frío y mi piel se eriza cuando el marco de plata roza mi pecho. Ese liquido negro y espeso como la sangre del mismo demonio sigue en mi pecho. Comienzo a tiritar incontrolablemente.

No quiero, pero el frío me obliga a avanzar hacia la entrada del edificio. Es un edificio viejo, al abrir la puerta me encuentro con el pasillo de muros descascarados que lleva hacia la vieja escalera. Mientras subo los peldaños, cada escalón me da un escalofrió, cada pelo de mi cuerpo se eriza con el chirrido de la madera vieja y húmeda y la tensión me carcome. La mezcla de olores de humedad, encierro y vejez me quema las narices. Comienza de nuevo ese dolor de cabeza, justo arriba de los ojos que casi no me deja ver. Siento como de a poco comienzo a sangrar de la nariz. Me repito una y otra vez que no es nada, que siga adelante. Y subo tambaleándome un piso tras otro.

El pasillo desierto del sexto piso me está esperando. La subida fue eterna. Pero ya estoy aquí. Y la veo. Ahí está. La puerta descolorida roja con esa antigua cerradura. Todo sigue igual. Me aproximo lentamente a la puerta y cuando acerco la llave mi estomago se encoge mientras lentamente la pesada puerta se abre con un quejido agudo.

Entro lentamente a la habitación, cerrando la puerta tras de mí. Todo está como lo deje. La cama de metal con el fino colchón teñido de grana. Los antiguos manuscritos esparcidos por el suelo. El pentagrama trazado en la pared con la única ventana de la habitación en su centro. Esta da hacia aquella antigua iglesia. Mis recuerdos afloran por oleadas cuando veo los arañazos en el piso. Quiero llorar, una vez fue demasiado. Prefiero irme al mismo infierno que vivirlo de nuevo.

Me siento en el rincón más alejado del pentagrama, mis rodillas apoyadas contra mi pecho. Y mis manos constriñendo mi cabeza. Escucho la primera campanada de la iglesia. Levanto lentamente la cabeza. El medallón retumba en mi pecho. El olor a pelo y piel quemada ahoga mi nariz. El dolor me estremece y lentamente como en un transe me levanto con la cabeza baja, el pelo en mi cara. Siento como el medallón quema mi piel, como se adhiere a mi pecho y empieza a tomar el control. Avanzo paso a paso hacia la cama. Intento resistirme pero es inútil. Sé lo que viene, es inevitable.

Tenso cada musculo de mi cuerpo intento serenarme pero es inútil, avanzo con movimientos burdos, arrítmicos como si un titiritero infernal me forzara hacia esa maldita cama. Mientras suena el segundo campanazo me recuesto lentamente en la cama. Mis intentos por romper las cadenas oxidadas que desde las sombras me compelen a actuar son infructuosos. Cada intento de resistencia se siente como si miles de taladros perforaran mis músculos y mi cerebro se funde pretendiendo bloquear este sufrimiento desgarrador. Me quema, duele, quiero quitarme ese medallón. Cierro los ojos mientras mi cabeza se posa en ese colchón. Aprieto los ojos con fuerza cuando el pitido comienza en mis oídos. La cama se siente húmeda, comienzo a transpirar. Nada de esto es real, trato de convencerme de que es sólo mi condición. Si los doctores no me hubiesen quitado mi medicina… Mientras la primera lagrima rueda por mi rostro rezo para retomar el control de mi cuerpo, para levantarme, para correr, para arrancarme la alhaja del pecho. Es entonces que los percibo:

¿Quiere correr?
Sabes que es inútil.
Sabes que te seguiremos a donde vayas.

El tercer campanazo rechina en la reliquia que ya está pegada a mi pecho fundido. Soldándose a mis costillas a la altura del corazón. El líquido negro borbotea dentro, lo puedo oír. Y finalmente siento como lentamente brota fuera del caparazón y se dispersa por mi piel chamuscada. El líquido es viscoso, apesta y me quema la piel. Mi grito es primal, se que ellos lo están disfrutando, empiezo con convulsiones horribles.

Los siguientes campanazos se vuelven más lejanos. Con cada uno mi cuerpo va siendo recubierto por la substancia. Duele. Mis manos están crispadas. Sangro de las orejas, de la nariz. Llamo a Rushmorn a gritos. Me retuerzo incontrolablemente.

Rushmorn no te ayudará.
Es de los nuestros.
No pelees más, de nada servirá.

Con el séptimo campanazo siento como el catre cobra vida, tentáculos salidos de ninguna parte me apresan de las piernas, de las manos y el más grueso se ciñe a mi tórax. Siempre creí que existía un límite para el dolor, incluso recuerdo estudiar sobre el umbral de este. Pero de alguna manera ellos me mantienen sintiendo. Los tentáculos son como lijas, se agarran a mi piel y constriñen hasta quitarme la circulación. A penas puedo respirar. Mientras la substancia negra sigue avanzando velozmente por mi cuerpo.

A penas oigo el décimo campanazo, comienza el delirio. Siento la cama mojada y como de ella surgen miles de criaturas infernales y como sanguijuelas se fijan a mi cuerpo. Siento como cada una de ellas succiona mi esencia. Mi cabeza da vueltas, siento nauseas. El vomito comienza a ahogarme. Ya no siento mi cuerpo tan sólo soy mi cabeza. El dolor es perpetuo, implacable, atacando siempre un lado distinto.

Al escuchar el onceavo campanazo casi inaudible. Desesperado abro los ojos para descubrir sólo sombras. Intermitentemente las nubes que veo a lo lejos se van a negro. Trato de mirar mi cuerpo. Quiero saber si me queda algo aún. Aterrado descubro que el liquido negro esta a avanzando hacia mi boca. Comienza a envolverme el rostro. Entra por mis orejas, mi nariz, por mi boca. El sabor es amargo, viscoso, harinoso. Justo antes del doceavo campanazo, antes de que entre aquella solución por los ojos los veo, veo las negras siluetas que me miran. El líquido me envuelve completamente. Mi corazón para de latir con el ultimo campanazo.

Estoy muerto, ahora lo sé. Pero los malditos me dejan encerrado en mi cuerpo en descomposición. De inmediato me doy cuenta que mi mente, mi ser, mi esencia se quedarán atascados eternamente y como único recuerdo tendré esas doce campanadas.
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